Pater Josef Kentenich Portraits

“Toda nuestra vida debería ser una alabanza a la misericordia de Dios.” J. Kentenich



La misericordia como una misión

El 20 de noviembre de 2016 el Papa Francisco clausuró el Año Santo de la Misericordia. El 20 de noviembre de 1955 es el aniversario del fallecimiento de una mujer que quizás pase a la historia como santa de la misericordia divina: Emilie Engel.

Nace en 1893 en Husten, Sauerland/Alemania, como cuarta de doce hijos, como joven maestra se compromete enteramente con los pobres y sufrientes en el centro social de la Cuenca del Ruhr. En 1921 se suma al Movimiento de Schoenstatt. En 1926 forma parte de las cofundadoras de la comunidad llamada a la vida por el Padre José Kentenich, la comunidad de las Hermanas de María de Schoenstatt, el primer Instituto Secular alemán. Una tuberculosis pulmonar la aparta del trabajo activo durante varios años. Más tarde, una escoliosis, fruto de las operaciones pulmonares de aquellos tiempos, le ocasiona una parálisis que se extiende cada vez más. Al final de su vida está en silla de ruedas, no puede hablar más y solo con mucho esfuerzo logra escribir. A pesar de su enfermedad, el Padre Kentenich le encomienda en 1946 la dirección de la nueva Provincia del oeste, que ha sido recién fundada.

Al morir la Hermana M. Emilie el 20 de noviembre de 1955, se encuentran las siguientes palabras en su testamento espiritual:

“Alabada sea la Divina Providencia en mi vida. Glorificadas sean las misericordias de Dios y de la Madre de Dios...! Durante toda la eternidad quiero entonar el cántico de alabanza al amor misericordioso del Padre y de la Madre.”

Una imagen de Dios que libera

Este testamento refleja el camino interior de su vida: ella crece en torno al cambio del siglo XIX al XX, una época en la que se anuncia a Dios de una manera muy acentuada como el Dios juez severo. Ya de niña la acompaña, como una sombra oscura, el temor profundo ante este Dios que ve todo y castiga todas las faltas. Su vida religiosa está marcada por la aspiración de satisfacer a este Dios justo y no ofenderlo en nada.

El encuentro con Schoenstatt y con el Padre Kentenich trae el gran cambio, la gracia decisiva de su vida: la Hermana M. Emilie conoce ahora a Dios como el Padre amoroso y bondadoso, quien le regala su misericordia precisamente en su creciente desamparo corporal y anímico. La experiencia de Dios que le es regalada en estos años llenos de dolor la libera de todo temor. La colma una soltura serena que se transmite a todos los que se encuentran con ella. “Tengo que volver a mirar sus ojos radiantes. Entonces todo se ordena en mí”, dice un hombre que la visita para recobrar fuerzas. Lo hace en la época en la que ella recibe a quienes la visitan en silla de ruedas, con la cabeza muy inclinada hacia un costado, fuertemente encorvada y con continuos dolores.

¿Una suma nula o una vida plena?

Quien se aboca a estudiar la vida de la Hermana M. Emilie ve cuánto le exigió Dios a ella. Según las medidas de la sociedad de consumo, su vida habría llegado a ser un juego de suma cero: disminuye la calidad de vida exteriormente medible, aumenta la suma de dolores. Pero las palabras que ella elige para su testamento no suenan como una suma nula: “Durante toda la eternidad quiero entonar el cántico de alabanza al amor misericordioso del Padre y de la Madre.” Los perdedores y los desiluisonados de la vida no cantan, menos aun cantarán un canto de alabanza. La atmósfera que parte de la Hermana M. Emilie es clara y optimista. Es una personalidad interiormente fuerte, en cuya cercanía otros reviven.

Es como si en este encuentro del máximo desamparo con la experiencia de la misericordia divina se hubiera quebrado un muro de sonido, se hubieran derogado los criterios habituales de la calidad de vida: aquí hay una persona que supera la carrera del crecimiento de nuestra sociedad de rendimiento y consumo – cada vez más lejos, cada vez mejor, cada vez más alto – mediante una actitud de vida totalmente diferente: existo para alabanza de las misericordias de Dios. Una vida plena no consiste en que todo sea cada vez más óptimo sino en que solo una cosa es importante: el amor. En la Hermana M. Emilie el cambio hacia esta nueva valoración es tan radical que de ella parte una fuerza enorme. Una joven que se encuentra con ella poco antes de su muerte dice: Me daba la impresión de que todo el lugar irradiaba por su presencia. Este hondo resplandor que partía de su alma y de su rostro en medio de una fragilidad corporal tan grande, la cual casi desaparecía al lado de tal resplandor, será para mí inolvidable.

¿Quién eligió la mejor parte?

Quien se encuentra con la Hermana M. Emilie al final de su vida, puede ser que se pregunte espontáneamente: ¿quién ha elegido aquí la mejor parte? ¿Ella, quien ciertamente es discapacitada pero tiene una experiencia que le permite imponerse soberanamente ante toda presión exterior, o nosotros que tal vez somos capaces de rendir, somos más o menos sanos, a quienes tantas exigencias y posibilidades mantienen en la vía rápida en la vida? Experimentamos que la carrera de crecimiento de nuestra sociedad en estos momentos está dando con el límite, y donde se llega al límite no se alcanza el paraíso deseado sino que todo lleva al colapso. El sociólogo Gerhard Schulze describe esto gráficamente: “Vivimos en un cosmos de mercaderías cuya superabundancia nos abruma; captamos cientos de programas de televisión que no tienen ninguna aplicación; armamos limusinas que pueden andar a altísimas velocidades pero se quedan detenidas en medio del tráfico.” (G. Schulze) Cada vez más personas se sienten presionadas y al mismo tiempo dan todo de sí para mostrar que están a la altura de los demás.

La Hermana M. Emilie no puede estar a la misma altura de los demás ni necesita estarlo. Ella muestra en toda su personalidad lo que realmente le da valor al hombre: que somos valiosos y santos para Dios. Por decirlo así, hemos sido “liberados” para su alabanza, para ello existimos. Esta es nuestra dignidad. El filósofo Gabriel Marcel llama la atención acerca de que esta dignidad se muestra del modo más claro allí donde “todavía no hay nada o ya no hay más nada” para hacerse notar, esto es, en los niños pequeños y en las personas ancianas y discapacitadas.

Serenidad y fuerza vital indestructible

En la Hermana M. Emilie se puede ver lo que es capaz una persona que vive consecuentemente en base a esta actitud de vida. En la cumbre de su vida ella no tiene miedo ni de vivir ni de morir, hasta las durezas de su vida y las fases difíciles de sus últimos años de enfermedad están marcadas por una serenidad que fluye de su cobijamiento en la Voluntad amorosa de Dios.

Un ejemplo de muchos que muestra esto: Las Hermanas peregrinan a Schoenstatt muchas veces pidiendo por la sanación de la Hermana M. Emilie. En la última peregrinación la misma Hermana M. Emilie está presente.

Después de la peregrinación, una vez de vuelta en la Casa Provincial en Metternich, llevan a la Hermana M. Emilie al Santuario de allí. Dejan la silla de ruedas vacía delante de la puerta del Santuario.

De repente la Hermana M. Emilie comienza a reír con ganas, está muy divertida. Le preguntan qué le causa gracia, y ella responde: me acabo de imaginar que ahora llegarán las Hermanas y verán la silla de ruedas vacía. Y entonces pensarán: se ha realizado el milagro. Se ríe al imaginarlo: ahora piensan que ya llegó, pero todo está como antes. Y al mismo tiempo les inculca a las Hermanas después de esta última peregrinación: “Si el buen Dios no escucha nuestra oración como nosotras quisiéramos, de todos modos no permito que se hable mal de Él.”

Una canción que le gusta mucha a la Hermana M. Emilie porque expresa su convicción más íntima, dice: “Yo sé que Tú eres mi Padre, en cuyo brazo estoy cobijado. No quiero preguntarte cómo me estás conduciendo, sólo quiero seguirte sin preocuparme. Y si pusieras en mi mano mi propia vida para que yo la guíe, yo, con confianza filial, la pondría de vuelta en tus manos.” El 20 de noviembre de 1955 ella pone su vida en las manos paternales de Dios. El sacerdote que está presente en el momento de su muerte pide que se cante el Magnificat, el canto de alabanza de María Santísima.

La libertad de los hijos de Dios

El Padre Kentenich, quien guió a la Hermana M. Emilie en su camino interior, dice de ella: se fue adentrando cada vez más profundamente en la filiación divina, en la gracia de la filialidad frente a Dios Padre, y con ello maduró en la libertad de los hijos de Dios.

Esta libertad interior le dio en todas las situaciones tranquilidad y la alegría de un niño que cuenta siempre con nuevas sorpresas de amor. La Hermana M. Emilie se exigió a sí misma hasta el fin, pero esto sucedió con una sonrisa. Ella experimentó las durezas de la vida, pero no se dejó vencer por ellas.

Su vida se convirtió en un juego de amor, en un juego interiormente libre con Dios Padre, sostenido por una confianza enorme en que Él manda todo por bondad y lo dispone todo para nuestro mayor bien.

Hoy, a poco más de sesenta años de su muerte, muchas personas de todo el mundo recurren a ella, pidiendo que interceda. Y experimentan que ella ayuda en dificultades concretas pero todavía más en el anhelo por una vida redimida. Por una vida que se encuentre con el amor del Padre Eterno y así pueda ser plena también en las oscuridades y horas difíciles, convirtiéndose en una “alabanza a la misericordia de Dios”.



© Secretariado Padre Kentenich